Un rapto de esencia

Ordenada, precisa, concreta. Justa, equitativa, imparcial. De libra, para los creyentes. “Una oficina”, dijo mi amiga Isabel al hablar de mí. Portadora de una cursiva que fue la envidia de mis compañeros durante toda la primaria. Abanderada, obediente. Un tanto gritona, pero responsable. La improvisación jamás formó parte de mi vida cotidiana. Muy de hacer listas, de tener agendas, de planificar. Oh, planificar. Poco margen para lo imprevisto, escasa tolerancia hacia lo sorpresivo, nula cintura para lidiar con lo intempestivo. El cableado urbano desprolijo me altera. También me perturban las pilas de cosas. Odio la palabra “cosas” porque no remite a algo específico. Los acumuladores no me dejan dormir. Fanática de desarmar nudos. Militante de la cama hecha. En las redes sociales sigo varias cuentas que documentan procesos de limpieza y desinfección de mansiones y casas particulares. También de autos y alfombras. Puedo volverme muy controladora. Y cuando quiero dejarme llevar por el momento, simplemente me emborracho.

Esa madrugada debía estar durmiendo. Seguramente escribí en algún lado: “Ahora toca dormir”. Me encontraba acostada, tapada, simulando un estado como si pudiera engañar al cerebro. No había caso, mis ojos estaban abiertos y el negro de la habitación cobraba fuerza a medida que pasaban los minutos. De la nada, como un fenómeno meteorológico que nadie pudo anticipar, empecé a llorar. Me paré, fui hacia el living y me senté en el sillón. No quería que mis sollozos la despertaran. Ella enseguida advirtió mi ausencia en la cama y vino al rescate de mi ánimo. Se sentó al lado y me preguntó qué me pasaba. La luz que entraba por el balcón apenas dejaba descubiertas nuestras siluetas. En la cocina estaba la gata, sospechosamente callada.

Ahí mismo, como esa ola mal calculada que te desnuda, esbocé tres palabras que desencadenaron la tragedia: “No puedo más”. A continuación, una seguidilla de frases confusas pero genuinas me brotó de adentro, los enunciados salían sin control, los gestos acompañaban un discurso que, por primera vez, no había ensayado, ni siquiera planeado. Era cierto: no podía más. Era cierto: me quería separar. Realmente me quería separar. Para esas alturas ya lo había barajado demasiadas veces. Pero no así, no sin un abordaje racional curado por la prudencia, no sin un pensamiento estratégico, no sin haber redactado previamente el monólogo letal para quitarle vicios y controlar el daño. De todos modos, no podía parar. Me escuchaba conjugar verbos en cualquier tiempo, volverme confusa, hablar mal. Yo no hablo mal. Entiendo de modulación, de proyección y de cadencia. Me altera la gente de tono imperceptible que susurra y balbucea. Pero esa madrugada decía lo que podía y podía bastante poco. Mi cuerpo se había cansado de los reparos de mi mente y se mandó solo, decidió por mí, me anuló la sinapsis y pensó con el pecho.

Terminé una convivencia de cuatro años en plena madrugada, así, sin anestesia, sin planificarlo en un Excel, como si fuese un ser humano. Me di el lujo de recurrir a la espontaneidad, pero odiándome más tarde por haberme permitido ser tan libre. El asombro de esa jornada todavía perdura intacto en mi retina; de mi cuerpo en un trance queriendo sobrevivir al ahogo, dando bocanas agitadas y profundas. Todo lo que vino después puede resumirse en tristeza y caos. Ella y su gata se fueron del departamento, y poco después yo también. Ya no quería muchas cosas. Ahora vivo sola en un lugar que me gusta. Tengo, entre otros objetos, una tabla de planchar que uso, por supuesto. Las remeras arrugadas me hacen hiperventilar, con las camisas es peor. Nací un domingo pasadas las once de la noche y me encanta porque arranqué mi vida el lunes a primera hora, de forma ordenada, como corresponde.

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