Guía breve para dejar a alguien

Comprendiendo las implicancias y connotaciones abrasivas que puede traer aparejada la separación de una pareja, se propone la siguiente guía breve con el objetivo de facilitarle la tarea al dejante, para que pueda cumplir con su cometido causando daños de tintes reversibles en el dejado. Cabe destacar que la presente no distingue géneros ni sexualidades, porque el amor tampoco lo hace. Por otro lado, se aclara que el éxito de la maniobra dependerá de las herramientas y capacidades del dejante, quedando la empresa total, absoluta y completamente excluida de cualquier daño que pueda ocasionar quien no siga todas y cada una de las reglas, y aun si las siguiera, la responsabilidad recaerá en los actores mas no así en la presente ni en sus representantes legales (Art. 130 Ley 134/98).

A continuación, los puntos a tener en cuenta ordenados cronológicamente:

1) Si va a dejar, deje. Si tiene dudas o todavía se encuentra en un estado de incertidumbre, practique un deporte al aire libre para aclarar sus pensamientos. Se recomienda el running o alguno de mayor impacto como no joderle la vida al otro con los miedos propios.

2) Planifique. Nunca es un buen momento para dejar a alguien pero un cumpleaños o un funeral jamás deben ser considerados como los indicados a la hora de terminar con un vínculo. Agarre una agenda, evalúe las posibilidades y no sea un idiota.

3) Sea firme en su discurso. Si alguien quisiera escuchar a un otro hablar de forma pobre, torpe y entrecortada; prendería la televisión en los canales de noticias.

4) No tenga miedo. En el mundo hay 7 mil 837 millones de personas, nadie se va a morir sin usted.

5) No culpe ni responsabilice al otro. Las relaciones se construyen de a dos y usted tampoco es la gran cosa que digamos.

6) No asuma toda la responsabilidad. El papel de víctima solo le queda bien a Jim Caviezel haciendo de Jesús en la película La pasión de Cristo.

7) Cuide la información que brinda. Si no fue sincero en su momento, no necesita vomitar toda su verdad ahora. Aquella infidelidad en un playa de Brasil puede morir con usted, así como lo hacía su palabra mientras se revolcaba en la arena de Río.

8) No finja secreciones. Si no llora, no se esfuerce para generar una lágrima. Está bien ser una persona sincera y, en este caso, desalmada.

9) Sea breve. Está dejando a una persona que, probablemente, todavía lo ama. No va a querer escuchar un monólogo shakesperiano sobre su infancia difícil y su padre que nunca lo quiso. Claridad y concreción.

10) No vuelva sobre sus pasos. Córtese un dedo antes de escribirle al dejado para preguntarle cómo está. Ni los buitres son tan carroñeros.

11) Si se arrepiente, jódase. La otra persona no es un muñeco de apego al que usted corre cada vez que la vida se le pone difícil. Tenga empatía, respire hondo y recuerde por qué tomó la decisión en un principio. Y jódase.

12) No se desanime. La vida siempre da revancha y usted volverá a tener la posibilidad de fracasar en el amor.

Todos los derechos reservados. Guía válida para todas las provincias de la República Argentina y en especial para los neuróticos de Buenos Aires. Si tiene dudas, consulte con un profesional de la salud mental. Si no las tiene, también.

Un giro de suerte

Las ruedas de los patines de Verónica rugían contra el piso áspero del club Real Defensa de Lanús. La deportista se caracterizaba por tres de sus innumerables virtudes: la velocidad de sus coreografías, la precisión de sus giros y la plasticidad de sus brazos al moverse. Había muchas más concursantes que medallas, sin embargo, una ya tenía nombre: era improbable que cualquiera pudiera ganarle. Su gracia era contagiosa y su actitud arrolladora. Esa tarde de sábado, los parlantes vibraban al ritmo de un repertorio que abarcaba desde ritmos latinos hasta música clásica. Todo era color, lentejuelas y glitter. El olor a transpiración y spray para el pelo se mezclaba con el de los choripanes que estaban preparando en la puerta. El espectáculo estaba encendido y los aplausos agitaban un clima de celebración. Pero la mañana de ese día había sido difícil.

“¿Tanto te cuesta dejar de trabajar dos horas para ir a verme?”, gritó Verónica durante el desayuno. “¡¿Quién mierda te pensás que paga tus patines?!”, gritó todavía más fuerte su padre. Roberto manejaba un taxi de lunes a viernes durante diez horas, y los fines de semana también salía a dar varias vueltas. La madre limpiaba casas cuando podía y, entre los dos, apenas si juntaban para mantener a una familia de cinco. Él odiaba tener que perderse el evento, pero era fin de mes, las cuentas se acumulaban y en la casa solo quedaba un paquete de fideos y una lata de salsa de tomate. “Tus hermanos y yo te hacemos de hinchada, negrita”, dijo Rosa, quien pretendía ablandar sin éxito el clima polar, y agregó: “Hoy vas a ser la más linda”. Sus patines los habían comprado usados y la malla de lycra era prestada. El maquillaje y peinado tenían la firma de la Shushu, una vecina poco habilidosa que se ofrecía para contribuir con la causa. Aun así, mientras recorría la pista, nadie podía notar que sus medias estaban rotas, las ruedas demasiado gastadas y que el vestuario le tiraba de sisa. No había dudas: cuando se encendía, era la más linda.

Comenzó la coreografía y las palmas invadieron las gradas. Verónica esbozó una sonrisa que noqueó a los espectadores y se dejó llevar por la melodía, tenía talento y decenas de horas de ensayo. La emoción de su entrenadora crecía al ritmo de la envidia de sus contrincantes mientras las piruetas de puntaje perfecto se sucedían. Se sabía imparable y su energía lograba deslumbrar a las niñas, quienes la miraban con asombro. Fue entonces cuando un golpe de batería en la música le advirtió que era el momento de la magia: el axel doble pedía pista para entrar en acción. Saltar hacia adelante, dar dos vueltas y media en el aire y aterrizar sobre la pista. La técnica la sabía a la perfección pero ponerle el cuerpo era otro cantar. Se impulsó hacia el frente y ganó altura, y en cuanto logró erguirse, una imagen la sacudió de repente: su padre estaba parado en la puerta del club, viéndola patinar.

Quedó suspendida en el aire, como flotando. Su mente se disoció de su cuerpo durante segundos, minutos, años, siglos. Las imágenes a su alrededor giraban a toda velocidad, sin embargo, ella solo podía concentrarse en un punto; en ese señor bajito, de pelo canoso y barba, vestido con un jean gastado y una chomba a rayas. El espacio daba vueltas y él se mantenía estático, aunque esto no la mareaba ni le daba miedo. Los brazos cruzados sobre su pecho podían advertir que su corazón se agitaba. Las piernas abrazadas entre sí ganaban altura a cada instante. Sintió que volaba por el techo, lo traspasó, era un cohete imparable que no conocía límites. Rompió una nube y después otra, iba por todas, pero había que descender. Ni una pluma hubiese sido tan suave. Aterrizó ligera, liviana, con el pecho ensanchado. Su rodilla derecha amortiguó el impacto con destreza, la pierna izquierda se elevó hacia el cielo y sus brazos se abrieron hasta hacerse enormes. Había tanto aire entre su torso, sus axilas y su cuello que algunas compañeras aseguraron que verla daba paz.

Para cuando volvió en sí, solo quedaban un par de pasos y la pose final. Fue tal la ovación que varios vecinos del lugar tuvieron que entrar a ver qué pasaba. Rosa gritaba y lloraba de la emoción, sus hermanitos corrieron a llevarle las flores que habían arrancado de una casa, y la entrenadora la abrazó y se fundieron en un enlace colmado de esfuerzo y trabajo. En tanto, su padre la felicitó y se fue porque tenía que seguir trabajando. No esperó hasta la entrega de medallas, de todos modos, el primer puesto estaba cantado.

Esa noche, los cinco cenaron los fideos con salsa de tomate y dividieron el choripán que el del puesto le había regalado a Verónica por la victoria. “¡Traigo postre!”, gritó de golpe la Shushu a través de una ventana. En su mano derecha sostenía una bolsa con dos kilos de mandarinas. “Poné el mate, Rosi. Che, qué bien que estuviste hoy, ¿qué te pasó? Mejor que nunca”, le preguntó la maquilladora y peluquera a la deportista. “No sé. Tuve suerte”, respondió ella, mirando la medalla.

Un rapto de esencia

Ordenada, precisa, concreta. Justa, equitativa, imparcial. De libra, para los creyentes. “Una oficina”, dijo mi amiga Isabel al hablar de mí. Portadora de una cursiva que fue la envidia de mis compañeros durante toda la primaria. Abanderada, obediente. Un tanto gritona, pero responsable. La improvisación jamás formó parte de mi vida cotidiana. Muy de hacer listas, de tener agendas, de planificar. Oh, planificar. Poco margen para lo imprevisto, escasa tolerancia hacia lo sorpresivo, nula cintura para lidiar con lo intempestivo. El cableado urbano desprolijo me altera. También me perturban las pilas de cosas. Odio la palabra “cosas” porque no remite a algo específico. Los acumuladores no me dejan dormir. Fanática de desarmar nudos. Militante de la cama hecha. En las redes sociales sigo varias cuentas que documentan procesos de limpieza y desinfección de mansiones y casas particulares. También de autos y alfombras. Puedo volverme muy controladora. Y cuando quiero dejarme llevar por el momento, simplemente me emborracho.

Esa madrugada debía estar durmiendo. Seguramente escribí en algún lado: “Ahora toca dormir”. Me encontraba acostada, tapada, simulando un estado como si pudiera engañar al cerebro. No había caso, mis ojos estaban abiertos y el negro de la habitación cobraba fuerza a medida que pasaban los minutos. De la nada, como un fenómeno meteorológico que nadie pudo anticipar, empecé a llorar. Me paré, fui hacia el living y me senté en el sillón. No quería que mis sollozos la despertaran. Ella enseguida advirtió mi ausencia en la cama y vino al rescate de mi ánimo. Se sentó al lado y me preguntó qué me pasaba. La luz que entraba por el balcón apenas dejaba descubiertas nuestras siluetas. En la cocina estaba la gata, sospechosamente callada.

Ahí mismo, como esa ola mal calculada que te desnuda, esbocé tres palabras que desencadenaron la tragedia: “No puedo más”. A continuación, una seguidilla de frases confusas pero genuinas me brotó de adentro, los enunciados salían sin control, los gestos acompañaban un discurso que, por primera vez, no había ensayado, ni siquiera planeado. Era cierto: no podía más. Era cierto: me quería separar. Realmente me quería separar. Para esas alturas ya lo había barajado demasiadas veces. Pero no así, no sin un abordaje racional curado por la prudencia, no sin un pensamiento estratégico, no sin haber redactado previamente el monólogo letal para quitarle vicios y controlar el daño. De todos modos, no podía parar. Me escuchaba conjugar verbos en cualquier tiempo, volverme confusa, hablar mal. Yo no hablo mal. Entiendo de modulación, de proyección y de cadencia. Me altera la gente de tono imperceptible que susurra y balbucea. Pero esa madrugada decía lo que podía y podía bastante poco. Mi cuerpo se había cansado de los reparos de mi mente y se mandó solo, decidió por mí, me anuló la sinapsis y pensó con el pecho.

Terminé una convivencia de cuatro años en plena madrugada, así, sin anestesia, sin planificarlo en un Excel, como si fuese un ser humano. Me di el lujo de recurrir a la espontaneidad, pero odiándome más tarde por haberme permitido ser tan libre. El asombro de esa jornada todavía perdura intacto en mi retina; de mi cuerpo en un trance queriendo sobrevivir al ahogo, dando bocanas agitadas y profundas. Todo lo que vino después puede resumirse en tristeza y caos. Ella y su gata se fueron del departamento, y poco después yo también. Ya no quería muchas cosas. Ahora vivo sola en un lugar que me gusta. Tengo, entre otros objetos, una tabla de planchar que uso, por supuesto. Las remeras arrugadas me hacen hiperventilar, con las camisas es peor. Nací un domingo pasadas las once de la noche y me encanta porque arranqué mi vida el lunes a primera hora, de forma ordenada, como corresponde.

Erre con erre, guitarra

Ana Paula es la más callada de las cinco. Las frases escasas que pronuncia de forma aleatoria suelen ser precisas, justas y necesarias. Sin embargo, es más oído que palabra en un grupo formado por ella y otras cuatro mujeres que no pueden ni quieren ahorrar en detalles. Nos conocimos cuando teníamos tres años en el jardín de infantes y el paso del tiempo deterioró nuestros cuerpos mas no nuestra amistad. Aprendimos a disipar los conflictos con amor, empatía y paciencia; y cada tempestad nos volvió más maduras, más comprensivas y, sobre todo, más compañeras. Pero Ana Paula es la más callada de las cinco y nadie nunca se lo cuestionó hasta ahora, hasta hoy, hasta recién.

“¿Cuál te gusta más, Ani? ¿El negro o el rojo?”, le preguntó Natalia, quien estaba dentro de un probador de ropa con un pantalón en cada mano. Por primera vez, por razones que no puedo explicar, motivada por alguno de los tantos misterios de mi inconsciente, presté atención a la respuesta. Ana Paula se encogió de hombros, fue leve, casi imperceptible; miró hacia el porcelanato brillante que hacía de suelo en una marca que no podíamos pagar y dijo: “El grojo”. A nuestra amiga le cuesta pronunciar la letra erre. Se le patina, como si su lengua fiaquenta no tuviera la fuerza suficiente para encontrar el punto de articulación. Palabras del tipo “lingüística”, “ineptitud” o “encefalopatía” salen de entre sus labios cuan flechas veloces. En cambio, “ratón”, “reino” o “carruaje” representan un desafío cada vez. Para ella, es más fácil decir “caleidoscopio” que “rayo”.

Las cuatro estamos acostumbradas a esta característica propia de su habla por lo que ya no advertimos la pronunciación malherida de ciertos términos. Hasta ahora, hasta hoy, hasta recién; cuando pude ver algo que, en el afán de crecer, no había advertido. Mientras contestaba, en sus ojos se posaba una tristeza que yo conocía, una angustia añejada, una vergüenza tan cruenta que la desnudaba de pies a cabeza. De pronto vi a Guido, de 8 años, con sus zapatos negros, camisa blanca y pantalón y corbata azules; parado arriba de un pupitre en el colegio María Auxiliadora de Buenos Aires. Lo oí nuevamente, como en un déjà vu, gritarle con desprecio a Ana Paula: «¡Erre con erre, guitarra! ¡Erre con erre, barril!”. Vi de nuevo las gotitas de saliva del niño eyectarse creyéndose misiles desde su boca y aterrizar en la cara de ella, solo para mezclarse con sus lágrimas. Recordé aquella lección oral sobre la Revolución francesa en la que se convirtió en el hazmerreír del curso, incluida la maestra. Pensé en la vez en la que Renato le respondió una carta de amor con la frase: “¡Pero si ni siquiera podés pronunciar mi nombre!” Evoqué a aquella profesora de gimnasia que le dijo: “Acá te va a ir bien porque no tenés que hablar”.

Como un trueno, como si un recuerdo le cantara “retruco” a otro, nos visualicé en la salita verde del jardín de infantes. “¡Anita, te podés callar, por favor!”, era la frase que más solía emplear la señorita Aldana, cansada hasta el hartazgo de lidiar con una niña propensa a la interrupción. También pude verla ganar la carreras por el patio y protagonizar los actos escolares, histriónica, feliz, inocente.

Ana Paula no es la más callada de las cinco. Ana Paula aprendió a hacer silencio cuando la vida se puso hostil y lo dicho empezó a doler. Ana Paula se encerró entre sus dientes para evitar la humillación. Ana Paula tenía una vida para decir, pero repleta de palabras con erre, su Everest.

Me quedé quieta. Alguna me preguntó si estaba bien y no, no lo estaba. Todo había sucedido frente a mis ojos y yo, concentrada en mi discurso, había dejado secar el suyo. “Por eso siempre manda mensajes de texto y nunca de voz. Y por eso no quiso hablar en el video del casamiento de Jimena e inventó una disfonía”, comprendí en un instante. La información era tan obvia, tan evidente, tan palpable. Había que estar ciego para no verla.

“Dale, González, que las chicas ya se van”, me dijo Anita. Entonces, por primera vez en muchos años, como quien encuentra los anteojos que tiene sobre su propia cabeza, comprendí por qué, en algún momento de nuestra adolescencia, había comenzado a dirigirse a mí por mi apellido. No era más cariñoso, no se trataba de una forma amigable para demostrar confianza, la causa tenía base forjada en su mismísimo dolor: me llamo Romina.

Doña Tina, Q.E.P.D.

Doña Tina era la pastelera oficial de las tortas de cumpleaños de todos los niños de un pueblo que, contando un par de vacas y algunos yuyos, arañaba los 5.000 habitantes. Sus preparaciones no ostentaban diseños a la vanguardia ni ingredientes exóticos, y los temblores de vieja le dificultaban el manejo de la manga; pero los sabores suaves y húmedos de sus bizcohuelos combinaban a la perfección con rellenos de dulzura justa y consistencia precisa. Para evaluar la efectividad bastaba con conocer las estadísticas: los fanáticos de lo salado incluso comían una porción. En cambio, los más golosos llegaron a límites impensados. Cuenta la leyenda que el padre de Ricardito escondió un pedazo debajo de su cama y lo comió a escondidas durante la madrugada. También dicen que Mabel, la del kiosquito, encargó una torta para un «sobrino de la Capital»; y resultó que en realidad se encerró un fin de semana entero a degustar el manjar sin interrupciones.

Tina apenas contaba con un horno común y algunos utensilios antiguos. Dicen que dicen que una vez la Miranda le preguntó por la receta del mousse de chocolate y «la puteó de arriba a abajo». Lo que tenía de talento lo duplicaba en carácter, nadie se atrevía a hacer muchas consultas ni a cuestionar sus métodos. Era tal el respeto que imponía que las panaderías de la zona no vendían pasteles infantiles. «Igual nadie los compraba», dijo Catita, quien sueña con ser cantante. Ninguno jamás olvidó cuando la Juliana Rosales de Echeverría se hizo traer un gigante de cuatro pisos de la ciudad vecina. Si hasta cascada de chocolate le salía de adentro al mamotreto. «No le comimos», sentenció Elisa, y advirtió que la marea de porciones cortadas en vano terminó en el engordadero de los chanchos del Pepe.

Es que Doña Tina era emblema y patria. Y además, era justa. A los pudientes los sacudía que daba calambre, pero a los más humildes se las dejaba al costo. «Acá hay chicos que son muy necesitaditos, vistes. Entonces se las regalaba», recordó Sandra, quien aprendió a hacer las uñas y está chocha. «¡Una vez le dije de poner un local y me sacó carpiendo!», gritó Luis, uno de sus nietos, todavía alterado por el negocio con ínfulas millonarias que no pudo concretar. Es que las pretensiones de la pastelera no iban más allá de subsistir y cambiar el delantal cada tanto. A veces llegaban de pueblos vecinos con encargos, pero ella priorizaba a su gente. «Uno que era gendarme le cayó de sopetón por una torta para su hijo, y cuando ella se negó, el guapo la amenazó con el facón», susurró Estela, y agregó: «No va que la loca le tiró encima el caramelo que estaba preparando, el otro salió disparado y no se lo vio más. La vieja dice que no estaba tan caliente pero estaba caliente, mija, estaba caliente».

Tina murió el 3 de junio de 2015 a los 70 años. «Vos podés creer que guardó en la heladera la del Ivancito González y cayó redonda. Pero ahicito, ni un minuto antes. ¿Podés creer?», preguntó Arnaldo, quien no lo podía creer. Después del entierro, hubo un luto de tres días en el que se prohibió hacer tortas. De todas maneras, la Marita fue la primera que se le atrevió a la preparación, pero para ese entonces ya había pasado un mes desde el deceso. «Dizque dicen que si decís ‘Doña Tina’ tres veces apenas metés la mezcla en el horno, los bizcochuelos nunca se te queman», aseguró Angélica, y sumó: «Yo me olvidé uno por estar hablando por teléfono y, cuando volví, el coso se había apagado por arte de magia. Magia no, fe. Me salió riquísimo, el mejor que hice hasta ahora». También se cree que si uno mira al cielo y dice su nombre cinco veces, no llueve en el cumpleaños de su hijo.

«El problema ahora lo tiene el Francisquito porque era el preferido de la vieja», advirtió Juan Carlos, viudo de Tina. Todos en el pueblo conocían de memoria la historia: el chico era huérfano y vivía con su abuelo que apenas si tenía para mantenerlo. «Devoción tenía mi esposa, si lo habrá engordado. Pero ni a sus propios nietos quería tanto. Le daba lástima, pero también lo adoraba porque es buenazo. Pobrecito, qué culpa tiene», agregó, y explicó que ahora, cuando cumple años, muchas de las ex clientas le preparan una y se la llevan, como hubiese hecho la pastelera. «Ya le dije a la Marta, la que vende los productos de limpieza, que el año que viene me la traiga a mí. Pa’ qué quiere el gurí tanta torta», concluyó el viudo.

Los custodios del área

No sé muy bien cómo ni por qué, pero llegamos a la final del campeonato de fútbol 5. Los custodios del área fuimos un rejunte de pibes que nos convertimos en equipo y logramos escalar hasta lo más alto de la tabla. Sin dudas, los Gastones fueron dos piezas clave en el recorrido que atravesamos: mismo nombre y misma habilidad con la pelota. El gordo Leo supo inyectar con precisión quirúrgica toda la magia que lo desborda, y con Ismael en el arco, aterrizamos en el último partido, el más importante, cargando un mismo sueño en cada camiseta. Esa tarde de sábado la suerte estaba echada, y era la única en reposo, porque el conjunto rival se cansó de bailarnos durante toda la jornada.

El nombre de ellos lo recuerdo pero no quiero. Eran buenísimos, mejores que nosotros, aunque Leo me prohibió decir esa frase en voz alta. Tenía razón. Él entendía muy bien el deporte porque su juego era perfecto, al punto de que el único lugar posible para tamaño talento podía encontrarse en la selección nacional. Pero un accidente en moto a los 15 años le había truncado la suerte, y desde ese momento no tuvo otra alternativa que convertirse en un simple mortal. Estaba destinado a ser grande, y quizás por eso comió hasta conseguirlo.

Escuché a mi novia alentarme desde la tribuna como si fuera Antonela Messi, y que ella lo creyera hacía que por algunos instantes yo también lo pensara. “Concentrate, Vainilla”, me gritó el gordo, asumiendo que mi torpeza se debía a una falta de atención. Me apodó “Vainilla” apenas me conoció porque dijo que soy muy sensible. Si me llamara “Máquina” o “Topadora” lo hubiese contado quince líneas más arriba.

El árbitro dio por concluido un primer tiempo que nos encontró sufriendo un cinco a cero y con pocas chances de remontar la pintada de cara. Cuando arrancó el segundo, Los custodios del área teníamos hambre de goles, aunque yo también ya estaba listo para la picadita con cerveza helada. Fue entonces cuando, de la nada, escuché un sonido que me aturdió. “Es tuya, Vainilla”, gritó alguien, y la pelota cayó justo sobre mis pies. Con unos reflejos que no me caracterizan se la pasé a Gastón, que se la pasó a Gastón, quien maniobró un pase descomunal para que Leo recibiera la ofrenda. En ese momento, el gordo se iluminó y tuvo 14 años de nuevo, esquivó a uno, esquivó a otro, metió un caño, bajó 50 kilos y desplegó una chilena inatajable que se clavó en el ángulo y compuso el gol más hermoso de la competencia.

Tamaña violación a las leyes de la física fue ovacionada por la tribuna de los nuestros, que se cayó de tanta euforia. La hazaña fue inigualable pero no tuvo la fuerza suficiente como para evitar el nueve a uno final. Perdimos, claro está. O ganamos el segundo puesto, como dijeron los Gastones. “Excelente partido, muchachos”, aseguró Leo, después de habernos puteado de forma ininterrumpida durante los dos tiempos del encuentro.

Salí de la cancha y encontré a mi novia, quien me abrazó y felicitó porque, según ella, amor mediante, estoy jugando mejor. Le dije que no me tocara porque estaba todo transpirado y me abrazó más fuerte. Apoyé la cabeza en su hombro y desde lejos, la voz inigualable del gordo esbozó un: “Vainilla, ¡maricón!” Estaba llorando, pero no quería que nos diéramos cuenta. A él lo consolaba Ana, su gorda, la jefa de la hinchada y la mejor preparadora de sánguches de salame y mayonesa de la historia. Ella se acercó hacia donde estaba con la sonrisa llena de cachetes y me palmeó la espalda por mi actuación “humilde pero honrada”. El día que nos falte Ana dejamos el fútbol para siempre.

Hacia el final de la jornada tenía callos en los pies pero una cerveza en la mano. Ismael dijo tres palabras pero atajó ciento cincuenta pelotas. Lo nombré la figura del partido porque, sin él, la vergüenza todavía nos estaría humillando. Alguno de los pibes sugirió que debíamos anotarnos en el próximo campeonato, otro respondió que sí, otro que no, y yo me quedé en silencio. Mi novia me alcanzó unas empanadas de cebolla “para el subcampeón”, y todos se rieron a carcajadas. Brindis de por medio se armó una pista de baile improvisada con Ana a la cabeza. En ese momento me di cuenta de que si eso era perder, quería perder para siempre.

El viejo miserable

Qué viejo miserable que era mi abuelo. Miro la alacena de la que fue su casa hasta hace dos semanas y no puedo creerlo. Los paquetes de comida de segunda marca se alzan como los últimos bastiones de una vida propensa a la oferta. Las latas de arvejas de promoción combinan a la perfección con las salsas de tomate Pirulito, mientras que los tallarines de los Precios Cuidados se extienden hasta alcanzar los cartones de leche del lleve cinco pague cuatro. ¿Tan difícil era comprar un atún La Campagnola? ¿Era necesario que comiera el más barato? Miro el tarro de las galletitas que imitan a las ricas y no puedo evitar recordar los miles de dólares que guardaba en la caja de seguridad del banco. Pienso en que hubiese querido que lo cremen abrazado a la caja. Me río. Lo extraño. Sigo.

“Andá y agarrá lo que quieras. En cuanto la vaciemos sale en alquiler”, me dijo ayer mi tía. Un poco lloraba y otro poco se reía, porque claro, ella sabe. Todos lo sabemos. Pocas cosas se pueden rescatar de la mansión tacaña. Adornos de bazar chino, cuadros encontrados en la calle, muebles roídos de 1950; el espectáculo deja poco a la imaginación. Y si bien el orden y la limpieza sobresalen (siempre fue un hombre prolijo y arreglado, de buena presencia), no hay valor simbólico suficiente que justifique conservar una flor de plástico que brilla en la oscuridad. Y menos un gatito de cerámica decapitado, cuya cabeza se volvió a incrustar a las apuradas con pegamento.

Lo más lindo del inmueble lo había aportado mi abuela, su esposa, quien partió cinco años antes que él. Cortinas, sábanas, toallones; todo blanco. Compraba a escondidas para que el viejo no “tirara la bronca”. Y en nuestros cumpleaños nos daba dinero, pero no digas nada, callate, guardalo rápido, que no se entere. Cada gasto era una misión que tenía una planificación y una ejecución que llegó a incluir el guardar bolsas en las casas de vecinas cómplices. Y porque como el amor es así, y como apenas somos seres humanos, a ella le encantaban, que digo le encantaban, le fascinaban, las cosas caras.

Abro el cajón del modular del living y encuentro el cuaderno de gastos, con el detalle de cada ingreso y egreso de los últimos doce meses. Imagino que deben haber más cuadernos, probablemente uno por año. También encuentro facturas y recibos, todo ordenado de forma quirúrgica, y un bibliorato con los impuestos separados por tipo y fecha. Ningún billete jamás fue ejecutado de forma impulsiva. Ay, abuelito, si supieras que el tío Miguel se va a gastar su parte de los dólares en una mesa profesional de pool, resucitás para volver a morir.

Agarro un par de cosas por agarrar, qué sé yo. La radio con la que escuchaba tango, algunos sacos que puedo vender en una feria americana, un juego de toallones, unas macetitas de plástico. Miro a mi alrededor y me da bronca, no bronca, pena; que no se haya dado la vida de rey que merecía. Si solo no hubiese sido tan miserable. Qué le costaba cambiar su heladera antigua por una con freezer. Qué tanto gasto le significaba comprar un buen colchón. Qué clase de derroche hubiese implicado sacarle la alfombra vieja a su habitación. Las preguntas me invaden y no tengo respuesta. Suspiro y entiendo que, simplemente, a veces es así.

Guardo todo en una mochila grande y salgo de la casa. Sería lógico tomarme un taxi pero cuesta una fortuna así que me dirijo a la parada del colectivo, aunque para gastar ese dinero por 20 cuadras prefiero caminar. Pienso en la cena. Me pediría una hamburguesa, pero con lo que sale el delivery compro un kilo de carne picada, así que desisto. Igual la carnicería de la vuelta de mi casa es cara. Hay una a tres kilómetros que tiene precios populares, quizás vaya mañana. También tiene verdulería así que puedo aprovechar, aunque voy a necesitar un carrito. Capaz si me desvío y agarro por Arenales me encuentre alguno tirado, y ya que estoy hago ejercicio.