Erre con erre, guitarra

Ana Paula es la más callada de las cinco. Las frases escasas que pronuncia de forma aleatoria suelen ser precisas, justas y necesarias. Sin embargo, es más oído que palabra en un grupo formado por ella y otras cuatro mujeres que no pueden ni quieren ahorrar en detalles. Nos conocimos cuando teníamos tres años en el jardín de infantes y el paso del tiempo deterioró nuestros cuerpos mas no nuestra amistad. Aprendimos a disipar los conflictos con amor, empatía y paciencia; y cada tempestad nos volvió más maduras, más comprensivas y, sobre todo, más compañeras. Pero Ana Paula es la más callada de las cinco y nadie nunca se lo cuestionó hasta ahora, hasta hoy, hasta recién.

“¿Cuál te gusta más, Ani? ¿El negro o el rojo?”, le preguntó Natalia, quien estaba dentro de un probador de ropa con un pantalón en cada mano. Por primera vez, por razones que no puedo explicar, motivada por alguno de los tantos misterios de mi inconsciente, presté atención a la respuesta. Ana Paula se encogió de hombros, fue leve, casi imperceptible; miró hacia el porcelanato brillante que hacía de suelo en una marca que no podíamos pagar y dijo: “El grojo”. A nuestra amiga le cuesta pronunciar la letra erre. Se le patina, como si su lengua fiaquenta no tuviera la fuerza suficiente para encontrar el punto de articulación. Palabras del tipo “lingüística”, “ineptitud” o “encefalopatía” salen de entre sus labios cuan flechas veloces. En cambio, “ratón”, “reino” o “carruaje” representan un desafío cada vez. Para ella, es más fácil decir “caleidoscopio” que “rayo”.

Las cuatro estamos acostumbradas a esta característica propia de su habla por lo que ya no advertimos la pronunciación malherida de ciertos términos. Hasta ahora, hasta hoy, hasta recién; cuando pude ver algo que, en el afán de crecer, no había advertido. Mientras contestaba, en sus ojos se posaba una tristeza que yo conocía, una angustia añejada, una vergüenza tan cruenta que la desnudaba de pies a cabeza. De pronto vi a Guido, de 8 años, con sus zapatos negros, camisa blanca y pantalón y corbata azules; parado arriba de un pupitre en el colegio María Auxiliadora de Buenos Aires. Lo oí nuevamente, como en un déjà vu, gritarle con desprecio a Ana Paula: «¡Erre con erre, guitarra! ¡Erre con erre, barril!”. Vi de nuevo las gotitas de saliva del niño eyectarse creyéndose misiles desde su boca y aterrizar en la cara de ella, solo para mezclarse con sus lágrimas. Recordé aquella lección oral sobre la Revolución francesa en la que se convirtió en el hazmerreír del curso, incluida la maestra. Pensé en la vez en la que Renato le respondió una carta de amor con la frase: “¡Pero si ni siquiera podés pronunciar mi nombre!” Evoqué a aquella profesora de gimnasia que le dijo: “Acá te va a ir bien porque no tenés que hablar”.

Como un trueno, como si un recuerdo le cantara “retruco” a otro, nos visualicé en la salita verde del jardín de infantes. “¡Anita, te podés callar, por favor!”, era la frase que más solía emplear la señorita Aldana, cansada hasta el hartazgo de lidiar con una niña propensa a la interrupción. También pude verla ganar la carreras por el patio y protagonizar los actos escolares, histriónica, feliz, inocente.

Ana Paula no es la más callada de las cinco. Ana Paula aprendió a hacer silencio cuando la vida se puso hostil y lo dicho empezó a doler. Ana Paula se encerró entre sus dientes para evitar la humillación. Ana Paula tenía una vida para decir, pero repleta de palabras con erre, su Everest.

Me quedé quieta. Alguna me preguntó si estaba bien y no, no lo estaba. Todo había sucedido frente a mis ojos y yo, concentrada en mi discurso, había dejado secar el suyo. “Por eso siempre manda mensajes de texto y nunca de voz. Y por eso no quiso hablar en el video del casamiento de Jimena e inventó una disfonía”, comprendí en un instante. La información era tan obvia, tan evidente, tan palpable. Había que estar ciego para no verla.

“Dale, González, que las chicas ya se van”, me dijo Anita. Entonces, por primera vez en muchos años, como quien encuentra los anteojos que tiene sobre su propia cabeza, comprendí por qué, en algún momento de nuestra adolescencia, había comenzado a dirigirse a mí por mi apellido. No era más cariñoso, no se trataba de una forma amigable para demostrar confianza, la causa tenía base forjada en su mismísimo dolor: me llamo Romina.

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